Hace falta una política pública que se haga cargo del desfinanciamiento que dejó la reforma y que corrija sus fallas. El Gobierno y el Congreso tienen la palabra.
Decir que las universidades han sido protagonistas en la llamada sociedad del conocimiento es casi una tautología. Son las universidades las responsables de dotar a las nuevas generaciones de un saber superior en las ciencias, artes y humanidades. También, de contribuir a forjar el carácter de los jóvenes e inducir en ellos un aprecio por la familia, el compromiso con lo ético y el desarrollo sustentable, imbuirlos de un espíritu crítico y vocación hacia el servicio público y el bien común.
Son las universidades la puerta de entrada al maravilloso mundo del conocimiento científico, que es donde se originan los impulsos tecnológicos que transferidos a la sociedad revolucionan los métodos de producción de bienes y servicios. La inteligencia artificial incubada en el seno universitario es el mejor ejemplo de un nuevo paradigma factorial que incrementa la productividad y tiene un potencial enorme para generar progreso y bienestar.
Son las universidades las responsables de contribuir a forjar el carácter de los jóvenes e inducir en ellos un aprecio por la familia, el compromiso con lo ético y el desarrollo sustentable, imbuirlos de un espíritu crítico y vocación hacia el servicio público y el bien común.
Pero si las universidades son cuna de nuevo conocimiento creado a partir de la investigación básica y aplicada, ¿pueden países como el nuestro prescindir de ellas? ¿Podemos dejar de investigar y comprar la tecnología en el exterior, sin que pase nada? Las nuevas teorías sobre crecimiento económico dudan que sea así. Paul Romer, reciente ganador del premio Nobel de Economía, puso de relieve que en el crecimiento económico hay fuerzas endógenas virtuosas que surgen desde el interior del sistema económico, no exógenamente, siendo el desarrollo tecnológico su principal motor. Un aumento de la inversión en un sector no solo incrementa el stock de capital físico, sino que eleva el nivel de la tecnología del resto de las empresas a través del efecto “derrame”. En esa tarea las universidades suelen ser el primer motor de la innovación, incubando empresas tecnológicas, registrando patentes de invención y formando emprendedores.
¿Y cómo está Chile? ¿Seguiremos contando con universidades situadas en los puestos de avanzada de los rankings internacionales por su trabajo formativo y sus aportes al conocimiento? No se ve claro; el panorama es confuso luego de la reforma a la educación superior.
El modelo anterior tenía virtudes. En un país con 20% de pobreza multidimensional es un imperativo ético cuidar los recursos públicos y, por tanto, el financiamiento mixto público y privado no se contrapone con la idea de equidad. Conjuga la reducción de las barreras económicas al acceso, mediante becas y créditos para quienes no pueden pagar, y cobra a quienes tienen recursos. Asegura el derecho social a la educación de un modo justo, dejando espacios para que los recursos públicos restantes se destinen a financiar investigación innovadora. Su principal defecto: no aportar suficientes fondos basales institucionales y fondos concursables para ciencia y tecnología, forzando a una “inflación” de aranceles de matrícula de pregrado por encima de los costos de la docencia para financiar los costos indirectos de la investigación.
La gratuidad, que ya representa el 40% del presupuesto a la educación superior, quita la fuente de financiamiento privado de los aranceles, pero no compensa peso por peso la merma de ingresos.
Pero en un escenario fiscal restrictivo, el remedio -gratuidad- puede ser peor que la enfermedad. La gratuidad, que ya representa el 40% del presupuesto a la educación superior, quita la fuente de financiamiento privado de los aranceles, pero no compensa peso por peso la merma de ingresos. La brecha deficitaria actual es del orden de los $35 mil millones. Y su efecto se está sintiendo en las privadas adscritas que deben ajustarse, por ejemplo, con despidos de académicos, como está ocurriendo en una de ellas.
Por otro lado, los fondos de desarrollo institucional han crecido, pero su destino es exclusivamente para las universidades tradicionales. Estas reciben alrededor de $1,3 millones por alumno, frente a solo $18 mil por alumno para las universidades privadas. Aquí hay una asimetría que debe corregirse. Finalmente, en los fondos para ciencia y tecnología de Conicyt y para innovación de Corfo-Innova, los aportes no han experimentado cambios sustantivos en los últimos tres años. Desde luego, se mantiene constante la brecha con los países de la OCDE, que invierten en ciencia y tecnología como proporción del PIB siete veces más que Chile.
En suma, aunque no se puede hablar de un panorama desolador, el financiamiento futuro de las universidades está en entredicho. Ellas han hecho un buen esfuerzo por mejorar la calidad de sus investigadores, lo que se aprecia en el aumento en la productividad académica de las publicaciones científicas y el índice de impacto. Lo que hace falta es una política pública que se haga cargo del desfinanciamiento que dejó la reforma y que corrija sus fallas. El Gobierno y el Congreso tienen la palabra.
Carlos Williamson
Rector
Universidad San Sebastián
Vea la columna en El Mercurio