El rector de la Universidad San Sebastián, Carlos Williamson, manifiesta sobre la normativa, que “hemos pasado desde una regulación feble a otra que se inmiscuye y vulnera la autonomía”.
La reciente promulgación de la nueva Ley de Educación Superior no ha sido objeto de festejo alguno. Es evidente la incomodidad de las nuevas autoridades con una reforma que va contra el espíritu de un gobierno que expresa su preferencia por un Estado robusto para resolver urgencias sociales graves, pero facilitador, amigo de la sociedad civil y no invasivo. Aquí ocurre lo contrario.
Esta es una reforma con aroma “orwelliano” de un “hermano mayor”, el Estado, omnipresente y vigilante. Se ha legislado desde la vereda de la desconfianza en las instituciones y la confianza en “el sistema”. Hemos pasado desde una regulación feble a otra que se inmiscuye y vulnera la autonomía. Se reitera varias veces que es “el sistema” quien garantiza la autonomía y la calidad, el “sistema” fomenta la cooperación y vela por la integración; el “sistema” promueve la diversidad y la inclusión.
La calidad se verá muy comprometida por un modelo que peca de una total falta de sentido político.
Se crea una Superintendencia que excede las naturales atribuciones fiscalizadoras sobre el cumplimiento de la ley. Por ejemplo, se fiscaliza si las instituciones “destinan sus recursos a los fines que les son propios de acuerdo a sus estatutos” (art. 20 (d)). ¿Un funcionario va a calificar la asignación interna de los recursos? ¿De qué autonomía estamos hablando?
Pero donde estamos cerca de una realidad que será dura es en materia de financiamiento. Se traza un camino hacia la gratuidad universal, injusta y regresiva. En el intertanto, una transición larga en que las instituciones con gratuidad exhibirán brechas deficitarias. Peor aún, ellas se sujetan a una fijación forzosa de aranceles para los estudiantes sin el beneficio. Resultado: la calidad se verá muy comprometida por un modelo que peca de una total falta de sentido político.
Así, una tormenta financiera perfecta que no puede dejar contento a nadie. Se ve difícil resolver el desfinanciamiento de la gratuidad, ya que por ahora está consumiendo 1.000 millones de dólares anuales y los acuerdos sobre la infancia, con toda razón, moverán la brújula fiscal hacia esta política pública. Y no hay que olvidar que el nuevo crédito para reemplazar el CAE establece una renegociación con los morosos que demandará nuevos recursos públicos.
En suma, una ley mal diseñada, donde hay poco que celebrar.
Carlos Williamson Benaprés
Rector
Universidad San Sebastián
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