Los problemas de los Estados Unidos han sido múltiples y de muy diversa gravedad en las seis décadas que han transcurrido entre ambos. Pero no hay que dejarse engañar: es una sociedad capaz de reinventarse, con una vitalidad que pocos pueden mostrar y que logra sorprender y adelantarse a la historia.
Este 20 de enero de 2021, Joe Biden asumirá como Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Llegará a la Casa Blanca en condiciones excepcionales: por una parte, obtuvo una cifra histórica de 81 millones de votos, en una elección especialmente reñida y compleja; por otra, la gran potencia se encuentra viviendo un momento crítico de su democracia, cuyos efectos seguiremos viendo durante algún tiempo.
Hace 60 años, en igual fecha de 1961, John F. Kennedy asumió como gobernante, con un discurso memorable que se recuerda hasta hoy. Desde entonces hasta ahora, la democracia norteamericana ha enfrentado muchas pruebas y ha experimentado problemas diversos y graves. Desde luego, el propio Kennedy fue asesinado siendo Presidente; su hermano Robert fue también asesinado durante la campaña presidencial de 1968; y Richard Nixon no alcanzó a terminar su mandato tras el escándalo del Watergate. De hecho, podríamos decir que existe un símil entre el periodo 1962-1979 con el periodo que está viviendo el país en la actualidad, en el sentido que es una época convulsionada para Estados Unidos, sus instituciones y su relaciones sociales y culturales. Es verdad que incluso con posterioridad Ronald Reagan sufrió un atentado contra su vida, pero felizmente sobrevivió a él y fue en otro contexto cultural y político; en otro plano fueron los problemas de Bill Clinton, quien gastó varios meses de su administración por acusaciones relacionadas con la becaria Monica Lewinsky y por haber faltado a la verdad.
Durante la administración de Donald Trump los problemas se han multiplicado, en gran medida por su propia personalidad, pero en la última etapa también por sus actitudes y las decisiones erráticas e inconstitucionales, poco republicanas y evidentemente injustificables. Desde la campaña presidencial en adelante la situación se fue agravando de una manera lamentable: el primer debate fue un ejemplo de falta de diálogo y espíritu cívico, en tanto la recepción de los resultados electorales por parte del Presidente estuvo marcada por sus acusaciones de fraude, sin apertura a reconocer el eventual triunfo legítimo del rival. Todo esto concluyó de una manera lamentable con los sucesos del Capitolio, transmitidos en directo para todo el mundo y que muestran grietas que pueden ser más profundas de lo que se había pensado en los años anteriores. Para mayor torpeza, todo esto –incluido el impeachment– ha opacado muchos de los logros de la administración republicana, de los que hoy nadie habla: por ejemplo, de ser un gobierno que no ha declarado guerras en el exterior, como sí lo habían hecho las administraciones que lo precedieron.
Podríamos decir que existe un símil entre el periodo 1962-1979 con el periodo que está viviendo el país en la actualidad, en el sentido que es una época convulsionada para Estados Unidos, sus instituciones y su relaciones sociales y culturales.
Sin embargo, es preciso analizar las cosas en su contexto y con una perspectiva histórica. En este sentido, se puede apreciar que los problemas de los Estados Unidos han sido múltiples y de muy diversa gravedad en las seis décadas que han transcurrido entre John F. Kennedy y Joe Biden. Desde luego, en aquellos años 60 el mundo estaba marcado por la Guerra Fría y la crisis de los misiles fue solo una representación visible y dramática de cómo podría haber terminado una eventual guerra atómica; en esos años también se vivían las luchas por los derechos civiles que encabezaba Martin Luther King, que terminó con el trágico asesinato del líder de los sueños y la pervivencia de ciertas formas de discriminación racial; a su vez, las protestas contra la guerra de Vietnam se multiplicaban, mientras se vivían cambios culturales y el sistema político crujía. Todo ello coexistía con las acusaciones repetidas contra el imperialismo norteamericano, por la presencia de los Estados Unidos en la política interna de otras naciones. El mundo parecía avanzar en una dirección opuesta a la prevista por los padres fundadores del que muchos consideraban el país más poderoso del mundo.
En los años 80 la situación se desarrolló al revés, bajo el liderazgo de Ronald Reagan, quien aparecía jugando al ataque y con un liderazgo político y en el plano de las ideas, frente a una gerontocracia soviética, con su régimen gastado, incapaz de cumplir sus promesas y viviendo la decadencia que terminaría con el fin de los regímenes comunistas. Por el contrario, con la caída del Muro de Berlín y la posterior disolución de la Unión Soviética, Estados Unidos no solo ganó la Guerra Fría, sino que consolidó aquellos años con una renovada autoestima. El resultado se manifestó en que a fines del siglo XX se impuso, prácticamente en todo el mundo, el sistema de democracias políticas y economías de mercado, en la línea preferida por los EE.UU. y las democracias occidentales.
Ahora muchos hablan de que el país estaría viviendo una crisis más profunda, no solo del fin de la administración Trump, sino de la democracia misma, de la Constitución y de la esencia de lo que Estados Unidos ha representado durante siglos.
Sin embargo, el siglo XXI nuevamente comenzó con un problema extraordinario e imprevisible, como fue el ataque a las Torres Gemelas del 2001. Esto rápidamente situó a Estados Unidos en una nueva corriente de luchas internacionales, contra el terrorismo y algunas dictaduras, lo cual se mezclaba con cierta paranoia. En cualquier caso, se entiende la presencia y acción de EE.UU. en parte como una definición particular sobre su posición en un mundo donde emerge como la única gran potencia, solo amenazada en los últimos años por el inmenso crecimiento y consolidación de China. Y ahora muchos hablan de que el país estaría viviendo una crisis más profunda, no solo del fin de la administración Trump, sino de la democracia misma, de la Constitución y de la esencia de lo que Estados Unidos ha representado durante siglos.
Me parece que no hay que dejarse engañar con Estados Unidos, que es una sociedad capaz de reinventarse, con una vitalidad que pocos pueden mostrar y que logra sorprender y adelantarse a la historia. No es casualidad que aún con su historia de esclavitud y discriminación, en este siglo XXI haya elegido democráticamente a Barack Obama como Presidente, el primer afroamericano en ocupar la Casa Blanca. Las mujeres ostentan cargos importantes en la administración norteamericana desde hace muchos años y se advierte una voluntad –no de todos, ciertamente– por comprender mejor al resto del mundo y tener relaciones basadas en la paz, el diálogo, el comercio y la democracia. Después de todo, los gobiernos pasan y las naciones quedan; los problemas específicos molestan y avergüenzan, pero la Constitución identifica y enorgullece.
El gobierno de Joe Biden, a punto de iniciarse, ha recibido menos atención de la que merece, precisamente por todo lo que han representado los problemas de Trump en estos últimos meses. Las cosas irán cambiando con el paso de las semanas. No es bueno esperar demasiado de la nueva administración demócrata, en parte porque a Estados Unidos lo ha levantado en parte su poder político, pero subsiste y crece sobre todo por su inmensa vitalidad cultural y social, presente en la industria y en las comunicaciones, en las universidades siempre vigentes entre las más importantes del mundo, en el cine y los espectáculos en general, así como en tantas otras actividades que marcan la historia y el presente de una nación que vale la pena conocer y comprender mejor.
Alejandro San Francisco
Director del Instituto de Historia
Universidad San Sebastián
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