A veces, nos vemos tentados, sobre todo después de un periodo de duro trabajo (más en medio de una crisis mundial), de sucumbir a una tendencia poderosa, pero frente a la cual no podemos dar tregua ni rendirnos. Esta es la blandura, el apagamiento o la indiferencia. Corremos el peligro de irnos deteriorando a medida que las circunstancias parecen complicarse más y llegar a engañamos con la idea de que no queda mucho que hacer más que esperar a que las circunstancias mejoren. Sin embargo, es claro para cualquiera que piense en serio que esta situación de inercia o embotamiento no puede prolongarse mucho, si aspiramos a mantenernos fieles a nuestros objetivos e ideales. La historia nos muestra que los tiempos de crisis son más bien una oportunidad de crecimiento que una catástrofe de la existencia, si se sabe reaccionar de la forma debida. En este propósito contamos con la posibilidad de desarrollar una virtud que, precisamente, se especializa en trabajar sobre nuestra debilidad física y emocional y garantiza que conservemos nuestra libertad de crecer por dentro: esta es la fortaleza.
Para comprender todo el alcance de la fortaleza, una de las cuatro virtudes cardinales (junto con la prudencia, la justicia y la templanza). Una virtud es un hábito que nos dispone de manera estable a actuar con perfección y a conseguir un fin.
Las virtudes de la templanza y la fortaleza nos hacen ser dueños de nosotros mismos. Nos ayudan a guiar nuestras pasiones (el deseo, la tristeza, el miedo, el desaliento) hacia el bien en lugar de dejar que estas nos guíen a nosotros. Ante un peligro, mal o dolor inminente sentimos temor, miedo o desesperación. A veces es bueno sentir miedo (como cuando manejamos por una autopista con escarcha), pero otras nos atemorizamos ante males imaginarios. Y otras nos dejamos paralizar ante los contratiempos de cumplir con un deber, como decir la verdad. La fortaleza nos permite afrontar los miedos injustificados o no racionales sin exponerse a peligros innecesarios. Nos permite desarrollar la valentía, término medio entre la timidez (ser excesivamente temeroso) y la temeridad (carecer del temor razonable).
Para los miembros de la Universidad San Sebastián, la fortaleza es un valor especialmente importante y ligado a nuestra labor como alumnos, docentes y asesores. Si, como dice nuestro lema, queremos ser mejores personas y mejores profesionales, para servir a la sociedad de la mejor manera posible, tenemos que trabajar nuestra fortaleza. Esta nos permite resistir, lo que es muy necesario para emprender grandes proyectos. Actuar con firmeza de carácter ante un bien que queremos, pero que es difícil de conseguir, como lo es la adquisición del conocimiento, exige moderar la tendencia a evadir las dificultades e impulsarnos a la realización de la obra buena, en este caso, el estudio, el aprendizaje y la enseñanza bien hechos, así como todos los quehaceres universitarios.
Tal vez lo más difícil es resistir cuando el bien es a largo plazo y surgen obstáculos, a veces por parte de terceros (como cuando nos interrumpen o nos vemos agobiados por evaluaciones o correcciones). Entonces la paciencia, que es una parte integrante de la fortaleza, viene en nuestra ayuda. En otras ocasiones se pierden las ganas de seguir luchando, nos cansamos o aburrimos, y la perseverancia -otra parte integrante de la fortaleza- nos hace continuar dando la batalla. El secreto de la paciencia y la perseverancia está en saber controlar con la voluntad y la razón la tristeza o desánimo que surge de la dificultad o del cansancio de nuestra sensibilidad, poniendo en nuestra mente el bien grande que buscamos y su valor. Paciencia y perseverancia son virtudes que requieren ingenio para saber ver el lado bueno de las cosas o el “vaso medio lleno”, como el avance logrado hasta el momento (aunque parezca pequeño).
Lo anterior nos conduce a considerar otra virtud integrante de la fortaleza: la magnanimidad o arte de aspirar a las cosas grandes. Muchas veces oímos decir que tenemos que aspirar a volar alto. Pero, ¿qué es lo alto? Contrariamente a lo que se suele creer, no es siempre lo que más brilla ni lo más portentoso: pueden ser cosas muy simples, modestas y sencillas. En la vida universitaria es fundamental la comprensión de que lo fundamental en el aprendizaje no reside en buscar a toda costa el éxito académico, sino en formarnos para dar el máximo de nuestras posibilidades en la búsqueda sincera del conocimiento y de la verdad. Así, debe evitarse la pusilanimidad (el no reconocer lo que se puede hacer) así como el pretender más de lo que objetivamente se puede (pretensión) en un actuar desesperado por brillar que priva de la calma necesaria para aprender y enseñar. El profesor y el estudiante magnánimos buscan el honor (que es la consecuencia de actuar virtuosamente) en la medida justa, sin desalentarse si se sufren deshonras inmerecidas o fracasos. El magnánimo es agradecido, toma las obras mas grandes que puede hacer, buscando en todo la justicia y la verdad por sobre lo aparente. Es con todos amable en el trato, sabe desprenderse de los bienes exteriores, pero se une a las causas nobles, aunque sin inquietudes innecesarias, pues se conoce bien y sabe qué le corresponde hacer y qué no. La magnanimidad propicia la constancia, es decir, el “esfuerzo continuado”. En efecto, la constancia supone un ideal, la búsqueda de alcanzar bienes altamente valiosos. Sin constancia nunca seremos nosotros mismos, ya que nos dispersaremos. Empezar muchas cosas, pero no terminar ninguna, esconde dejar lo que se ha comenzado en razón del esfuerzo que requiere. Interrumpir una cosa y abocarse a otra puede encubrir que se evade el esfuerzo de la tarea actual. En este punto resulta útil considerar algunos factores de la inconstancia: en general son malos hábitos que hemos desarrollado, algunos ya mencionadas. Por ejemplo, la pereza, que es el placer del menor esfuerzo; la vanidad o el desprecio por lo que aparentemente tiene poco colorido o parece demasiado “modesto” y “anónimo”; la ambición desmesurada, que puede hacernos pasar por alto, por ejemplo, el estudio de las materias básicas, pero fundamentales. El “laborioso”, en cambio, es quien ha vencido la pereza habitualmente, porque conoce el valor del tiempo y el sentido de la vida: ser mejores personas, mejores profesionales y mejores ciudadanos.
Constanza Giménez
Profesora del Instituto de Filosofía
Universidad San Sebastián