Instituto de Filosofía

El Espíritu de Superación y el Progreso Personal

Toda persona humana está llamada, en razón de su naturaleza libre y racional, a buscar su perfección sin descanso. Tan grande es el valor que emana de la dignidad humana, que estamos no solo llamados a hacernos cada vez mejores a nosotros mismos sino que también a ayudar a otros a lograrla. Esta doble exigencia se verifica principalmente en la familia, lugar natural de la educación, en la que los padres se perfeccionan como personas precisamente en la medida en que se entregan a la labor de ayudar a crecer a sus hijos. Es esta característica la que explica la belleza y nobleza de toda obra educativa, no solo de la familiar sino que también de la escolar y universitaria.

De lo anterior se desprende fácilmente por qué la Universidad San Sebastián, cuyo proyecto humanista cristiano tiene como fundamento último la eminente dignidad de toda persona humana, tenga al “espíritu de superación y el progreso personal” como uno de sus valores institucionales. Con este valor se desea resaltar que su propósito no consiste tan solo en formar profesionales competentes, sino que también en cooperar con el progreso integral de cada alumno. Podría incluso afirmarse que toda la vida universitaria ha de girar en torno a fomentar y hacer posible el crecimiento de todas sus capacidades.

¿En qué consiste más precisamente el progreso o crecimiento personal? Puede aventurarse que progresar es prácticamente sinónimo de vivir. La vida adquiere un sentido mucho más estable cuando es orientada no tanto a conseguir unos bienes determinados sino que a crecer interiormente como personas, pues de este interior es de donde emanan todas nuestras buenas obras. Que cada cual sea capaz de crecer, de llegar a ser más, constituye el verdadero desafío humano. Y la nota más relevante de este continuo progreso es, como han notado algunos filósofos, su naturaleza irrestricta, es decir, carente de verdaderos límites. Hay crecimientos que son limitados y en algún momento se estancan o llegan a su máximo, u otros que en apariencia no tienen límites -como aumentar de peso, o acumular cosas o dinero-; pero se trata de casos que no pueden por sí mismos hacer crecer a la persona como tal, pues consisten en un aumento meramente cuantitativo. En cambio, el crecimiento de la persona integralmente considerada es, en estricto rigor, infinito, en la medida en que el bien puede obrarse de modo cada vez más intenso: en una palabra, el hombre puede elevarse sin medida hasta el fin de sus días.

¿En qué crece, entonces, el hombre? Nada menos que en virtudes, las cuales constituyen el más alto fruto de nuestras acciones cuando su ejercicio es constante y se encuentran rectamente dirigidas hacia bienes verdaderos y no hacia los aparentes o caducos. Podemos distinguir tres grandes direcciones en las que es posible adquirir virtudes: la primera y la más básica, es nuestra capacidad técnica de producir efectos que consiste en saber hacer. La segunda dirección es la intelectual o reflexiva: el hombre jamás deja de entender y de hacer crecer su comprensión acerca del mundo, y nunca deja de tender hacia la sabiduría y de intentar elevarse mediante el conocimiento: nadie puede ser más sabio de lo aconsejable, pues podemos conocer infinitamente y cada vez con más profundidad y obtener cada vez más goce en el saber.

La tercera y la más importante consiste en el crecimiento o progreso moral, vale decir, el que corresponde a nuestro ser globalmente considerado. En esta dimensión es en la que el hombre se juega su definitivo valor como persona: siempre podemos crecer en justicia, en fortaleza, en paciencia, en laboriosidad, en el dominio de sí, en humildad, en generosidad, en prudencia, en capacidad de amar al prójimo. Cada vez que practicamos estas virtudes, fortalecemos nuestro ser, apuntamos más arriba y, en una palabra, crecemos.

La tendencia del hombre a progresar y crecer requiere también una constante disposición a sobrepasar nuestros momentáneos límites y lanzarnos hacia lo mejor, a lo humanamente superior, hasta que nuestro tiempo se termine. Esta capacidad realmente infinita de elevación no debe ser confundida con nuestra sola capacidad “de hacer” o de “mostrar resultados”, porque bien podríamos ser eficaces, destacados o reconocidos y poseer al mismo tiempo toda clase de vicios, malas intenciones y egoísmos. Pero el deseo de progresar es casi siempre una tarea ardua, y en muchas ocasiones supondrá rebelarse contra las propias miserias, defectos o ignorancias, para poder anhelar metas altas y nobles.

En esto consiste precisamente el espíritu el espíritu de superación. Todos percibimos que tenemos límites, pero ¿cuáles son realmente los míos, cuál es la verdadera medida de mis capacidades? Generalmente las conozcamos muy parcialmente, al no haberlas ejercido con suficiente intensidad, ya sea porque no tuvimos la necesidad o porque sencillamente hemos evitado exigirnos. A la pregunta “¿hasta dónde puedo?”, muchas veces habría que responder con sinceridad: “no lo sé”. También puede ocurrir que nuestra voluntad se halle debilitada por el temor -casi siempre infundado- de no ser capaces de lograr nuestras metas. Si este fuera el caso, a la misma pregunta anterior, la respuesta natural sería: “prefiero no averiguarlo, porque intuyo que fallaré”.

En ambas situaciones, en el desconocimiento de nuestras capacidades o en el temor al fracaso, las solución es parecida: abrir nuestra inteligencia, ponerse en camino (“un viaje largo comienza siempre con un solo paso”, dice un proverbio chino), no conformarse con poco y, en fin, extremar los propios talentos para que emerja todo eso que aún permanece en germen dentro de nosotros. Podría también expresarse así: el espíritu de superación “desata” nuestro ser, rompe sus cadenas, liberando así capacidades que apenas intuíamos que existían.

¡Y cuántas dificultades y vallas experimentamos cotidianamente! Pareciera como si la vida se encargara de hacernos las cosas más difíciles y de desalentarnos constantemente de conseguir nuestros legítimos objetivos. Es cierto que muchas veces un sano realismo nos mostrará que es razonable abandonar determinados proyectos, pero la mayoría de las veces estaremos tentados a desistir del esfuerzo por conseguir metas que anhelamos profundamente. Nos frustra no alcanzarlas ni con el esfuerzo ni rapidez que nos gustaría. Pero martirizarse por estos normales tropiezos no tiene en realidad mucho sentido. Cuando hemos ejercitado debidamente nuestro espíritu de superación, las dificultades que vivimos pueden hasta ser bien recibidas, en la medida en que percibamos que detrás de ellas, por más dolorosas que sean, se esconden posibilidades reales de progresar como personas, es decir, de crecer en virtud. En la medida en que exista el ánimo y la voluntad suficientes, para nuestro espíritu no existe realmente el confinamiento.

Pablo Follegati T.
Profesor del Instituto de Filosofía
Universidad San Sebastián

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